En la noche del 14 al 15 de abril de 1912 se hundió el transatlántico más lujoso del mundo, pero nacía uno de los mitos del siglo XX. Cien años después, el naufragio del Titanic
sigue instalado en el imaginario colectivo de medio mundo, sobre todo
gracias a la película de James Cameron en las nuevas generaciones. Pero
si la historia de amor de la camerana María Josefa Pérez de Soto,
primero con Víctor Peñasco y, después, con el riojano Juan Barriobero
hubiera llegado a oídos del cineasta canadiense, quizás el argumento de
su filme más oscarizado no sería el mismo, según escribió el profesor
logroñés Bernardo Sánchez en varios artículos.
Víctor Peñasco y Castellana, ‘gentleman’ de
profesión, era el rico heredero de una de las grandes fortunas españolas
y nieto de José Canalejas, primer ministro de Alfonso XIII. Contrajo
matrimonio en Madrid con María Josefa Pérez de Soto, otra agraciada joven de familia pudiente en una boda de ensueño. Él tenía 24 años; ella, sólo 22.
Aunque nacida en Madrid, María Josefa era hija de una de las familias más representativas y con mayor arraigo en los Cameros, como son los Vallejo, pues la mayoría de sus antepasados eran de Soto, aunque también de Treguajantes y de Viguera.
Año y medio de luna de miel
La pareja partió hacia una interminable luna de miel, en un viaje por toda Europa que iba durar año y medio. Los pipiolos estaban acompañados por dos criados, Eulogio y Fermina,
y disfrutaron del mar en Biarritz, jugaron en el casino de Montecarlo,
acudieron a la Ópera de Viena, visitaron la Torre de Londres, fueron
pasajeros del mítico ferrocarril Orient Express y probaron los manjares
más exquisitos en el Maxim’s parisino. Durante la luna de miel, Víctor y
Josefa habían fundido la nada despreciable cantidad de 670.000 euros actuales.
Antes de partir desde España, la madre de Víctor Peñasco ya le había advertido: «Id en todo lo que queráis, menos en barco».
Pero en la capital francesa se encontraron con la propaganda del
Titanic y no pudieron resistirse. Como al más lujoso buque del mundo aún
le quedaban varios días para zarpar, enviaron al criado para que
adquiriera los pasajes en otro barco. Estaba completo y en el Titanic,
sin embargo, todavía quedaba algún camarote de lujo.
Embarcaron, por fin, acompañados de su sirvienta, Fermina, mientras Eulogio permanecía en París para tener coartada. El sirviente se encargaría de enviar a España una postal cada día: «Hoy hemos ido a Versalles», «otro día a Notre Dame», «anoche estuvimos en la Ópera Garnier»…
Ocho españoles figuraban en el libro de pasajeros del Titanic, de los
que todos viajaban en segunda clase, excepto “nuestro” matrimonio y su
doncella, acomodados en la lujosa primera clase. Así lo confirma Elena Ugarte, sobrina de la pareja
y miembro de honor de la Asociación Internacional Titanic. Ugarte lleva
muchos años tratando de recuperar las historias personales de todos los
pasajeros del transatlántico, entre ellas la de su tía, la camerana
María Josefa: «Una historia que no quiso contar hasta muchos años
después de que sucediera».
El Titanic inició su viaje inaugural en Southampton (Inglaterra), el
10 de abril de 1912, con destino a Cherburgo, Queenstown y a Nueva
York. Pero a las 23.40 horas del día 14 el buque colisionó contra un
iceberg, al sur Terranova, y se hundió a las 2.20 del 15 de abril. Murieron 1.517 personas.
En el su libro ‘Los diez del Titanic’, Javier Reyero, Cristina Mosquera
y Nacho Montero reconstruyen las vidas de los protagonistas del
naufragio.
«Mi tía estaba ya en la cama y mi tío todavía estaba desvistiéndose –relató Josefa a su sobrina Elena Ugarte-. De pronto, oyeron un ruido enorme,
que no le gustó nada a mi tío. Salió del camarote y se dirigió a
cubierta, donde se encontró con un marinero al que le preguntó qué
pasaba y dónde estaban los chalecos salvavidas. El marinero simplemente
se echó a reír. Volvió al camarote, recogió a Josefa, que, sólo tuvo
tiempo de ponerse un chal por encima del camisón, así como a la
doncella».
Enseguida el caos se apoderó del Titanic. Los pasajeros gritaban,
corrían, se peleaban… Y es que no había botes salvavidas para todos… La
preferencia, para las mujeres y los niños; luego, los pasajeros de
primera; después, los de segunda y, por último, los de tercera clase.
“Mi tía recordaba a un oficial sacando una pistola y disparando al aire
para tratar de poner orden». Josefa y su doncella entraron el bote
número 8, pero cuando Víctor Peñasco se disponía a embarcar vio a una
mujer con un niño en brazos y le dejó. “Mi tía Josefa ya no volvió a ver a su esposo”.
La condesa de Rhodes relató el episodio días después
a la revista ‘New York Herald’: “La señora Peñasco (María Josefa)
empezó a gritar el nombre de su marido. Fue terrible. Le pasé el timón a
mi prima y me puse acurrucada junto a ella, tratando en lo posible de
consolarla. Pobre mujer. Sus sollozos ablandaron nuestros corazones y
sus palabras eran imposibles de entender debido a su tristeza (…) Cuando
el terrible final llegó, utilicé lo mejor de mí misma para intentar
distraer a la señora española y que no oyese los agonizantes sonidos de
los que se ahogaban en el mar».
Nunca más se supo de Víctor Peñasco ni de su cadáver,
pese a que la doncella fue a buscarlo entre los supervivientes
recogidos por el vapor ‘Carpathia’ y, después, entre los cadáveres que
llegaban en otros barcos que atracaban en Nueva York.
Comprar un cadáver
Perdida toda esperanza, María Josefa y la familia Peñasco comenzaron a
plantearse el día después. Había una ingente herencia de por medio y,
además, la joven camerana tendría derecho a rehacer su vida cuando el
tiempo fuera curando sus penas. Sin embargo, las leyes no estaban de su
parte. Por aquel entonces, la legislación norteamericana determinaba que
si el cuerpo del finado no aparecía, era imposible declarar la muerte oficial hasta 20 años después del suceso. O sea, que ni la pobre Josefa podría casarse hasta que no cumpliera los 43 ni podría ser heredera de los bienes de su marido.
Ante tal tesitura, la familia Peñasco y la viuda decidieron comprar
un cadáver con el que deshacer el entuerto y pagaron mucho dinero por
ello. Meses después del hundimiento del Titanic, localizaron uno de los
muchos cuerpos que aparecían flotando en las costas atlánticas. La
doncella Fermina reconoció el cuerpo como el de Víctor Peñasco y con
ello consiguió que el condado de Halifax (Canadá) expidiera el
certificado de defunción. Los restos fueron inhumados en el camposanto
de la ciudad, pero en aquel cementerio no existe ninguna tumba a nombre de Víctor Peñasco…
Rehizo su vida Josefa Pérez de Soto, quien volvió a casarse en 1919
con el riojano de Entrena Juan Barriobero y Armas Ortuño y Fernández de
Arteaga, barón del Río Tovía. El matrimonio tuvo tres hijos. Juan Barriobero, llegó a ser diputado y senador en Cortes, oficial mayor del Consejo de Estado y director general de Comunicaciones. Murió en 1947.
Josefa alcanzó los 83 años, pues falleció en 1972, mientras que la
doncella Fermina Oliva, también superviviente del Titanic, vivió hasta
los 98 años. Varios de sus descendientes han vuelto a tener contacto con
los Cameros tras haber adquirido recientemente una casa en la zona y
recibidos en el Solar de Tejada, según confirma Tomás Rubio de Tejada y
Fernández, canciller del Solar de Tejada y presidente de su Junta de
Probanza.
Articulo publicado en el blog Historias Riojanas de Marcelino Izquierdo bajo el titulo "La viuda riojana del Titanic
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