Frente al mayor ataque de la historia, es esencial la defensa de los trabajadores públicos y, por tanto, de los derechos de los ciudadanos. He manifestado esta declaración de principios en no pocas ocasiones, pero una de ellas tenía una justificación añadida. Y es que, muy pocas horas después del terremoto de Lorca, que asoló vidas y enseres, pudimos comprobar de manera fehaciente de qué hablamos cuando hablamos de lo público. Allí estaban el Ejército, los bomberos, personal médico, las distintas policías, técnicos evaluando los daños, etc.
Los elogios que, justamente, mereció este despliegue de recursos, contrastaban con las críticas que, durante el verano de 2005, mereció la administración Bush por su aptitud incompetente frente a los efectos provocados por el huracán Katrina en Misisipi y Luisiana. A los que no vimos, ni en EEUU ni en Lorca, fue a los mercados, ni tampoco los esperaba nadie. Viene este recordatorio a propósito del muy interesado empeño que, desde diversos sectores, se está desplegando para acabar con lo público.
¿Es más eficaz lo privado que lo público? En primer lugar hay que desmontar el mito de que la administración española está muy sobrecargada. En una comparativa rápida con su entorno los datos son elocuentes, mientras que los empleados del conjunto de la Administración suponían en 2008 el 12,3% del total de trabajadores, en Italia era el 14,3%; en Reino Unido el 17,4%; y en EEUU el 14,6%; y en Dinamarca y Noruega superaba el 25%, según la OCDE, que cita datos de 2008. Estos son los datos, más allá de manipulaciones interesadas.
A quienes se empeñan en satanizar el papel del Estado y de lo público, habría que recordarles que las dificultades de los estados han llegado como consecuencia del esfuerzo realizado ante el volumen de los problemas de los bancos. Todo ello nos sitúa ante una gran paradoja cargada de cinismo: tras haber salvado estos a los grandes bancos de una quiebra segura, para lo que han tenido que endeudarse gastando enormes cantidades de dinero, los estados son acusados ahora de despilfarradores. Las agencias de calificación de riesgos, esas empresas privadas que actúan a su conveniencia y antojo sin regulación alguna, obviaron los tejemanejes utilizados por otros entes también privados (como Enron, Lehman Brothers, etc.), pero se empecinan en reducir a la categoría de fallidas las posibilidades y expectativas de países.
Hoy en día, conceptos como el de evaluación de políticas públicas, calidad democrática o eficiencia social están siendo borrados de nuestro acervo colectivo. Los mercados y las políticas de derechas han dejado aparcada la necesidad de fortalecer el sistema democrático y mejorar la eficacia de sus administraciones, ¿para qué si lo que se pretende es reducirlas a su mínima expresión? Leo en un estupendo monográfico de la revista TEMAS de noviembre de 2010: “La evaluación de políticas públicas trata de conectar criterios de democracia y mecanismos de control y eficiencia, entendiendo que esta última, en el sector público, no puede concebirse simplemente a partir de los criterios de mercado, que deben equilibrarse con otros elementos de valor propios de este ámbito: como las ideas de equidad, cohesión social, solidaridad, corresponsabilidad, cooperación institucional…”.
Qué cerca y qué lejos queda ya esa fecha. El ministro de Economía, Luis de Guindos, señaló recientemente con ocasión de los malos datos del paro y de afiliación, como elementos que ponen “en cuestión la sostenibilidad del Estado del bienestar”. De Guindos, que antes que ministro fue banquero a sueldo de los hermanos Lehman, parece no conceder importancia al hecho de que, como consecuencia de la enorme sangría sufrida por las arcas del Estado para salvar a los suyos de sus propios fiascos, se ha inutilizado una enorme cantidad de recursos económicos que serían muy necesarios para el relanzamiento de la economía productiva y el empleo desde lo público. Por tanto, las “dificultades de financiación” que esgrimen los informes de la CEOE como principal problema al que se enfrentan las empresas españolas tienen nombre y apellidos.
A finales de la década de los setenta empezó a ser cuestionado el consenso social y político en el que se fundamentó el Estado del bienestar. Al merme fueron eliminando coberturas hasta recrear en una buena parte del imaginario colectivo un perfil borroso acerca de su eficacia y razón de ser. Así y todo, el último barómetro del CIS nos confirma que sobre las vías para mejorar la situación económica del país, la mayoría de encuestados declara preferir las políticas de inversión en obras públicas y servicios sociales, aunque haya que subir los impuestos, frente a las políticas de reducción del déficit y deuda pública. Otra cuestión no menos relevante es que para la gran mayoría, los principales responsables de la crisis son los bancos.
Sostenía Grover Norquist, asesor económico de Bush en 2004: “No quiero acabar con el Estado; sólo quiero hacerlo tan pequeño que pueda ahogarlo en una bañera”. Cristóbal Montoro, orientador y nutricionista económico de Rajoy, encamina ya sus pasos hacia el “adelgazamiento” del sector público. Un nuevo expolio está servido. Pero eso sí, con la garantía de que los “eventuales procesos de privatización” de empresas públicas que presten “servicios cuya naturaleza sea compatible con una prestación más eficiente para el ciudadano por parte del sector privado” se harían “con total transparencia y evaluación independiente” Son palabras como terremotos, ideología pura.
Cayo Lara, Coordinador Federa de IU en Público