La potencia
Mientras el feminismo ha centrado su lucha en la desigualdad entre hombres y mujeres, el transfeminismo nombra un espacio transfronterizo habitado por diferentes sujetos para quienes las categorías clásicas de hombre o mujer se quedan estrechas, sin espacio para quienes no se adaptan a la norma. El sexo, la orientación sexual, el género, la clase social y la procedencia se entrelazan profundamente, dando lugar a lo que conocemos como la identidad, absolutamente singular, de cada persona.
La apuesta central del transfeminismo nos recuerda que es imposible reducir esta multiplicidad a una única categoría ‘mujer’ y que sin embargo es posible rastrear las marcas comunes del poder (hetero)patriarcal. A nuestro juicio, la lucha transfeminista a día de hoy tiene dos grandes virtudes. Por un lado, poner en el centro del debate las inquietudes cotidianas de las personas transexuales –marginación, identidad sexual, despatologización– y, desde ahí, permitirnos ir más lejos que nunca en la pregunta de “qué es ser mujer” o “qué es ser hombre”, cuestionando qué sentido tienen la feminidad y la masculinidad si no queremos que sean formas de vida impuestas, jerárquicas y monolíticas.
Por otro lado, reconstruir el campo de derechos de las personas LGTBQ (lesbiana, gay, transexual, bisexual, queer) migrantes, rompiendo con los estereotipos que identifican diversidad sexual exclusivamente con mundo occidental y visibilizando la experiencia de doble o triple discriminación en las ciudades globales: al estigma se suman los controles policiales y detenciones por extranjería; y a las dificultades económicas, el peligro de exclusión laboral por orientación sexual o transexualidad/transgenerismo o las dos cosas.
Las dudas
La potencia de las luchas de transformación está en su capacidad para generar cambios en nuestras vidas y conectar con nuestras inquietudes vitales. Nombrar malestares y resistencias es parte clave de los cambios a veces, pero no siempre. En este sentido el transfeminismo nos genera dudas: ¿Está recogiendo una resistencia existente o está imponiendo un nombre, pronunciado en fuerte conexión con ámbitos académicos? ¿Incluye la experiencia diversa que diferentes sujetos hacen del mundo hoy, más allá de quienes previamente se identifican con el transfeminismo?
Estamos en una encrucijada: podemos construir prácticas transfeministas que pongan en el centro inquietudes de la vida cotidiana, evidenciando las conexiones entre formas de opresión o vivencias que pensábamos escindidas. Esto es muy potente. O podemos enfatizar la definición de un espacio transfeminista a partir de complejas discusiones teóricas y con el uso de un lenguaje muy poco comunicable. Y esto funciona en sentido contrario: construyendo un dentro del transfeminismo –especie de vanguardia política– y un fuera del mismo.
El énfasis en el nombre le ha hecho gozar de cierto aire de superación del feminismo, oponiendo el llamado movimiento feminista clásico (MFC) al transfeminismo. Es obvia la existencia de profundas diferencias en la forma de hacer política de los distintos feminismos, incluso entre los ‘feminismos críticos’, y hay un gran debate sobre la conveniencia de mantener la unidad del feminismo cuando ésta ha de construirse sobre la nada, porque no tenemos nada común que decir. Pero ¿confrontar un supuesto MFC con un supuesto transfeminismo es la mejor forma de abordar estos debates inaplazables? Al polarizar las posiciones invisibilizamos las diferencias dentro del propio feminismo y englobamos todos los feminismos dentro de una única definición, haciendo de él un ente estático y sólido, negándolo como un proceso abierto, complejo y en constante revisión.
El “feminismo que ya no queremos” es el feminismo blanco, burgués y heterosexual. Sin embargo, ¿hasta qué punto esta interpretación de lo que es el feminismo está importada del contexto anglosajón y se corresponde con la realidad del feminismo en el Estado español?
Movimiento que no puede ser tildado de burgués porque el componente de clase ha sido eje fundamental a lo largo de su historia, con la importante presencia de trabajadoras y mujeres de las barriadas. Un movimiento en el que las lesbianas han sido protagonistas, sobre todo en la década de los ‘80, y con el que las mujeres transexuales dialogan desde los años ‘90. De todas las pegas a ese feminismo, se nos resiste el fenómeno de la academización; sin embargo, éste atañe tanto al feminismo como al transfeminismo y la teoría queer.
Reconstruyendo espacio común
Para nosotras la cuestión no es tanto el tipo de sujeto que enuncia problemas, sea el feminista o el transfeminista, sino el propio hecho de enunciar, el qué y el cómo. Superar la política de la identidad –de los sujetos únicos o múltiples que también acaban siendo únicos– implica cambiar la óptica y dar cuenta de las situaciones que, aun ocupando diferentes posiciones, nos afectan de manera común. Implica desplazar la mirada de los sujetos a la vida que vivimos todxs. Cuando la lógica social nos hace una invitación forzosa a vivir aisladamente, cuando la vida se privatiza y el sentido compartido de lo que ocurre desaparece, ¿cómo revertir su curso, recuperar la capacidad de hacer relatos de nuestra vida en primera persona, reconstruyendo los problemas comunes que habitamos desde lugares distintos?
No se trata de construir ristras de sujetos –trans, maribolleras, precarixs, migrantes, negras, putas–, ni de hacer un mero sumatorio de reivindicaciones –transfeministas + anticapitalistas + antirracistas–, sino de reconstruir el espacio común, más allá de los muros que bordean nuestros entornos políticos conocidos, creando alianzas desde la discusión de qué tienen que ver nuestras realidades precarias y qué conflictos hay, porque las precariedades ni son iguales ni son igualmente intensas. Nos preguntamos, por ejemplo, si el transfeminismo se suma a las críticas al capitalismo y la Europa fortaleza o si obliga a cambiar postulados de esos discursos. ¿Cuáles, más allá de una apostilla al final del manifiesto?
A veces se reclama el feminismo como un nombre vacío; no podemos hablar de prostitución, ni de lesbianismo, ni del velo, porque sabemos que tenemos fuertes debates, y en aras de la unidad los solapamos. Otras veces se nos impone un nombre monolítico que encierra un contenido férreo que no podemos cuestionar si no queremos ser acusadas de herejes. Ante esta situación lo crucial es preguntarnos cuál es el contenido de nuestra lucha y con quién la luchamos. Ponerle –¿otro?– nombre puede ser útil. Pero aferrarnos al nombre puede hacer que la lucha, o las luchas, pierdan toda la potencia de pensarse en situación y junto a otrxs.
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