Estos días ha proliferado una cascada de noticias sobre Tíbet, pero pocas han mostrado la opinión de su pueblo. Manipulaciones, intereses y temores se han colocado por encima de las justas demandas del pueblo tibetano en defensa de su derecho de autodeterminación.
El abanico de interpretaciones ha tejido, en ocasiones, una cortina de humo en base en diferentes discursos políticos, pero siempre con el fin de ocultar la realidad.
La reciente crisis desatada en torno al Tíbet ha colocado nuevamente aquel conflicto en las portadas de los medios de buena parte del planeta. El autor sale al paso de estereotipos y manipulaciones y aporta algunas claves para entender lo que sucede en la meseta tibetana.
Afrontar las noticias vertidas sobre Tíbet requiere un ejercicio de filtro para superar toda una serie de estereotipos con los que, desde uno u otro lado, nos han venido obsequiando los diferentes actores. Vayamos por partes.
Más allá de los fariseos discursos occidentales que claman, sobre todo de cara a otras realidades o conflictos, la necesidad de «separar, o no mezclar, deporte y política, o religión y política», los mandatarios occidentales están firmando públicamente el reconocimiento explícito de su política de doble rasero. Lo que ahora vale en Tíbet y, sobre todo, contra China, no es equiparable a otros lugares del mundo, afirman sin rubor algunos supuestos defensores de los derechos humanos.
Abordar la realidad tibetana también requiere un esfuerzo desmitificador, en un doble sentido. Por un lado, existen excelentes trabajos académicos que ponen en tela de juicio, con argumentos de peso, la imagen idílica del budismo y del régimen teocrático que imperaba en Tíbet. La violencia de los monjes budistas contra otros correligionarios por el control y dominio de los mejores puestos o monasterios se han sucedido en Sri Lanka y más reciente en Corea del Sur. Además, las fuerzas budistas han atacado violentamente a no-budistas en Tailandia, Myanmar y Japón, y en Sri Lanka han defendido las posturas más intransigentes y chauvinistas contra el pueblo tamil.
Por otra parte, la realidad tibetana, por tanto, tampoco podía escapar a esa lucha de poder religioso. Los enfrentamientos y las defensas doctrinarias por el control de los monasterios tibetanos era una constante, y las diferentes escuelas o sectas utilizaban todos los recursos para asegurar su dominio y control sobre las demás. Además, tras ese manto teocrático, se aseguraba una alianza con los sectores más poderosos de la sociedad, excluyendo del poder y de la riqueza a la mayoría de la población, sometida a una explotación económica y social, barni- zada por el manto budista.
La propiedad de la tierra en manos de los poderosos, la existencia de un pequeño Ejército profesional al servicio de esas clases, son aspectos que se quieren ocultar al presentarnos Tíbet como la verdadera Shangai-La.
También es cierto que las últimas protestas pueden estar en línea con un plan preconcebido por actores extranjeros para desestabilizar China, sobre todo de cara a un evento clave para Beijing como son los Juegos Olímpicos. Algunos analistas señalan el encuentro entre el presidente Bush y el Dalai Lama, el pasado octubre, como el pistoletazo de salida de una campaña para poner en marcha otra «revolución colorista», en esta ocasión en Tíbet, para debilitar al gigante chino. Según esas fuentes, se trataría de «activar una revolución colorista en la vecina Myanmar, desplazar tropas de la OTAN en Darfur, para cortar el acceso chino a las riquezas petrolíferas del lugar, y que seguiría con movimientos en el continente africano para frenar su presencia. Además, buscaría una alianza estratégica con India para contrarrestar el auge chino en Asia». De momento, parte del guión ya se ha escrito.
Volviendo a Tíbet, muchos datos apuntan a la participación de la CIA y otras agencias estadounidenses en la desestabilización de China a través del Tíbet. Ya en 2002, se publicó un libro titulado «The CIA´s secret war in Tibet», donde se aportaban numerosos datos en esa dirección. Además no hay que olvidar las importantes cantidades de dinero invertidas para financiar al Dalai Lama y a otras organizaciones del exilio tibetano.
Estos dos argumentos, teocracia feudal y participación extranjera, son dos de los pilares que utiliza China para frenar de raíz cualquier demanda independentista en Tíbet. Además, un tercer pilar sirve a Beijing para mostrar su firmeza, la manipulación informativa en torno a los últimos acontecimientos. Varios analistas han demostrado la burda manipulación de imágenes (presentando incidentes en India o Nepal como si sucedieran en Tíbet), y ocultando las protestas más violentas en las calles tibetanas, dirigidas en su mayoría contra la población china. Este cóctel aumenta el sentimiento nacional chino, sobre todo en la mayoritaria etnia han, que lo percibe como una campaña más para demonizara a China y ocultar los enormes avances que se han dado en aquel país.
Parte de la población en China, también sumida en falsos estereotipos o clichés, lo percibe como una maniobra del «Dalai Lama y su entorno» y, además, como fruto del apoyo de gobiernos y medios occidentales para sabotear las Olimpiadas.
Pero también es cierto que Beijing no quiere oír hablar del derecho de autodeterminación de Tíbet, temeroso de la posibilidad de un efecto dominó en Uighurstán, Mongolia e, incluso, Taiwán, que amenace la «indisoluble unidad de China».
Tíbet ha cambiado mucho en las últimas décadas, algunas cosas han favorecido al pueblo tibetano, pero no se pueden ocultar importantes déficits en aras de la supuesta «modernidad». Muchos de los habitantes de la meseta tibetana han sido desplazados hacia núcleos urbanos, obligados a abandonar su forma de vida nómada; tampoco ven con buenos ojos la imposición de dirigentes locales de origen chino o la pérdida de acceso a tierras en beneficio de miembros de la etnia han. Los efectos de esta «colonización» china son evidentes, un viaje por Tíbet, Uighurstán o Mongolia nos muestra cómo las culturales locales, otrora mayoritarias, se ven sometidas al acoso y abandono de las políticas públicas, cuando no a la persecución.
Conviene huir de otro estereotipo, que es identificar al Dalai Lama como la única voz del pueblo tibetano. Su figura cuenta todavía con importante apoyo popular, pero cada vez más voces dentro de Tíbet apuestan por otra alternativa y desconfían de esa figura ligada a un régimen al que se le señalan relaciones con dirigentes nazis y solicitudes de libertad para el dictador chileno Pinochet. En ese sentido, una visita a la meseta tibetana ofrece la oportunidad de escuchar voces que dicen no desear «la vuelta del Dalai Lama ni de su corte» y que plantean que el cambio que necesita Tíbet no puede ser una especie de autonomía, fórmula que no verían con malos ojos los gobiernos occidentales, Beijing y el propio Dalai Lama, pero rechazada por esos sectores que desean ejercer libremente su derecho de autodeterminación, sin injerencias.
Es hora de acabar con imágenes preconcebidas y de que Occidente deje de presentar al pueblo tibetano como «una mera víctima» y pase a ser considerado un agente político. Tras los Juegos Olímpicos, y teniendo en cuenta que en 2009 se celebran aniversarios muy relevantes para la realidad tibetana, sería importante que todos los actores buscasen fórmulas de diálogo para afrontar este conflicto. Todos deberían respetar la materialización de un Tíbet independiente, si así lo decide la mayo- ría, seguros, además, que eso no significaría la vuelta al régimen teocrático y feudal del pasado.
El abanico de interpretaciones ha tejido, en ocasiones, una cortina de humo en base en diferentes discursos políticos, pero siempre con el fin de ocultar la realidad.
La reciente crisis desatada en torno al Tíbet ha colocado nuevamente aquel conflicto en las portadas de los medios de buena parte del planeta. El autor sale al paso de estereotipos y manipulaciones y aporta algunas claves para entender lo que sucede en la meseta tibetana.
Afrontar las noticias vertidas sobre Tíbet requiere un ejercicio de filtro para superar toda una serie de estereotipos con los que, desde uno u otro lado, nos han venido obsequiando los diferentes actores. Vayamos por partes.
Más allá de los fariseos discursos occidentales que claman, sobre todo de cara a otras realidades o conflictos, la necesidad de «separar, o no mezclar, deporte y política, o religión y política», los mandatarios occidentales están firmando públicamente el reconocimiento explícito de su política de doble rasero. Lo que ahora vale en Tíbet y, sobre todo, contra China, no es equiparable a otros lugares del mundo, afirman sin rubor algunos supuestos defensores de los derechos humanos.
Abordar la realidad tibetana también requiere un esfuerzo desmitificador, en un doble sentido. Por un lado, existen excelentes trabajos académicos que ponen en tela de juicio, con argumentos de peso, la imagen idílica del budismo y del régimen teocrático que imperaba en Tíbet. La violencia de los monjes budistas contra otros correligionarios por el control y dominio de los mejores puestos o monasterios se han sucedido en Sri Lanka y más reciente en Corea del Sur. Además, las fuerzas budistas han atacado violentamente a no-budistas en Tailandia, Myanmar y Japón, y en Sri Lanka han defendido las posturas más intransigentes y chauvinistas contra el pueblo tamil.
Por otra parte, la realidad tibetana, por tanto, tampoco podía escapar a esa lucha de poder religioso. Los enfrentamientos y las defensas doctrinarias por el control de los monasterios tibetanos era una constante, y las diferentes escuelas o sectas utilizaban todos los recursos para asegurar su dominio y control sobre las demás. Además, tras ese manto teocrático, se aseguraba una alianza con los sectores más poderosos de la sociedad, excluyendo del poder y de la riqueza a la mayoría de la población, sometida a una explotación económica y social, barni- zada por el manto budista.
La propiedad de la tierra en manos de los poderosos, la existencia de un pequeño Ejército profesional al servicio de esas clases, son aspectos que se quieren ocultar al presentarnos Tíbet como la verdadera Shangai-La.
También es cierto que las últimas protestas pueden estar en línea con un plan preconcebido por actores extranjeros para desestabilizar China, sobre todo de cara a un evento clave para Beijing como son los Juegos Olímpicos. Algunos analistas señalan el encuentro entre el presidente Bush y el Dalai Lama, el pasado octubre, como el pistoletazo de salida de una campaña para poner en marcha otra «revolución colorista», en esta ocasión en Tíbet, para debilitar al gigante chino. Según esas fuentes, se trataría de «activar una revolución colorista en la vecina Myanmar, desplazar tropas de la OTAN en Darfur, para cortar el acceso chino a las riquezas petrolíferas del lugar, y que seguiría con movimientos en el continente africano para frenar su presencia. Además, buscaría una alianza estratégica con India para contrarrestar el auge chino en Asia». De momento, parte del guión ya se ha escrito.
Volviendo a Tíbet, muchos datos apuntan a la participación de la CIA y otras agencias estadounidenses en la desestabilización de China a través del Tíbet. Ya en 2002, se publicó un libro titulado «The CIA´s secret war in Tibet», donde se aportaban numerosos datos en esa dirección. Además no hay que olvidar las importantes cantidades de dinero invertidas para financiar al Dalai Lama y a otras organizaciones del exilio tibetano.
Estos dos argumentos, teocracia feudal y participación extranjera, son dos de los pilares que utiliza China para frenar de raíz cualquier demanda independentista en Tíbet. Además, un tercer pilar sirve a Beijing para mostrar su firmeza, la manipulación informativa en torno a los últimos acontecimientos. Varios analistas han demostrado la burda manipulación de imágenes (presentando incidentes en India o Nepal como si sucedieran en Tíbet), y ocultando las protestas más violentas en las calles tibetanas, dirigidas en su mayoría contra la población china. Este cóctel aumenta el sentimiento nacional chino, sobre todo en la mayoritaria etnia han, que lo percibe como una campaña más para demonizara a China y ocultar los enormes avances que se han dado en aquel país.
Parte de la población en China, también sumida en falsos estereotipos o clichés, lo percibe como una maniobra del «Dalai Lama y su entorno» y, además, como fruto del apoyo de gobiernos y medios occidentales para sabotear las Olimpiadas.
Pero también es cierto que Beijing no quiere oír hablar del derecho de autodeterminación de Tíbet, temeroso de la posibilidad de un efecto dominó en Uighurstán, Mongolia e, incluso, Taiwán, que amenace la «indisoluble unidad de China».
Tíbet ha cambiado mucho en las últimas décadas, algunas cosas han favorecido al pueblo tibetano, pero no se pueden ocultar importantes déficits en aras de la supuesta «modernidad». Muchos de los habitantes de la meseta tibetana han sido desplazados hacia núcleos urbanos, obligados a abandonar su forma de vida nómada; tampoco ven con buenos ojos la imposición de dirigentes locales de origen chino o la pérdida de acceso a tierras en beneficio de miembros de la etnia han. Los efectos de esta «colonización» china son evidentes, un viaje por Tíbet, Uighurstán o Mongolia nos muestra cómo las culturales locales, otrora mayoritarias, se ven sometidas al acoso y abandono de las políticas públicas, cuando no a la persecución.
Conviene huir de otro estereotipo, que es identificar al Dalai Lama como la única voz del pueblo tibetano. Su figura cuenta todavía con importante apoyo popular, pero cada vez más voces dentro de Tíbet apuestan por otra alternativa y desconfían de esa figura ligada a un régimen al que se le señalan relaciones con dirigentes nazis y solicitudes de libertad para el dictador chileno Pinochet. En ese sentido, una visita a la meseta tibetana ofrece la oportunidad de escuchar voces que dicen no desear «la vuelta del Dalai Lama ni de su corte» y que plantean que el cambio que necesita Tíbet no puede ser una especie de autonomía, fórmula que no verían con malos ojos los gobiernos occidentales, Beijing y el propio Dalai Lama, pero rechazada por esos sectores que desean ejercer libremente su derecho de autodeterminación, sin injerencias.
Es hora de acabar con imágenes preconcebidas y de que Occidente deje de presentar al pueblo tibetano como «una mera víctima» y pase a ser considerado un agente político. Tras los Juegos Olímpicos, y teniendo en cuenta que en 2009 se celebran aniversarios muy relevantes para la realidad tibetana, sería importante que todos los actores buscasen fórmulas de diálogo para afrontar este conflicto. Todos deberían respetar la materialización de un Tíbet independiente, si así lo decide la mayo- ría, seguros, además, que eso no significaría la vuelta al régimen teocrático y feudal del pasado.
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